(Parte 1°)
Tras
los arrecifes de mis vehementes anhelos, una luna embelesada de la blanca
espuma que a su playa besa, se desvanece dejando espacio al crepúsculo que, con
certeza natural y viviente acaricia los amarillentos musgos que habitan sobre
los poros de roídas piedras, donde en los valles de verdes acantilados, el oro
de los girasoles se han vuelto hacia el mar, y allí, he puesto mis ojos, en ese
horizonte cubierto de niebla, donde el trinar de grises gaviotas dan la bienvenida
a la oscura silueta de un barco de velas. En él, en mis sueños he visto viajar
a mi dulce doncella, desde lejanas tierras cargadas de polvo e historias, donde
dicen que los duendes anidan en corazones ansiosos de pasión, donde el sol y la
luna, bebedores de caricias y suspiros riegan la tierra con cantos de
golondrinas, tierra donde el alma no conoce el sollozo; donde la tristeza no
puede entrar en ningún corazón, porque allí... solo habita el amor.
El
sol desangra minucioso sobre las cálidas y cristalinas aguas del viejo
puerto de palos, se estremecen las vetustas maderas del casco contra la dársena
roída por la sal del tiempo, marineros que corren de un lado a otro amarrando
al navío y, el grito de un capitán, ordenando a su contramaestre bajar la
escalinata sobre el añoso desembarcadero.
Ansioso, el palpitar de mi corazón obliga a mis ojos a buscar entre el gentío a mi
dulce doncella. Siento en un instante que algo me ciega, el mágico resplandor de
un blanco vestido, cubría una pálida piel de seda, un largo y claro cabello se
ondulaba al viento sostenido por un ornamental sombrero de paja rosada, sus labios
color cerezos y la miel de sus ojos, me decían que era ella, a quien mi esencia esperaba.
Me
acerqué tímido, casi vergonzoso, a extenderle mi mano ya madura cargada de
experiencia, ella, sutilmente y con una dulce sonrisa entre las comisuras de sus labios, se aferró
a mi mano sentí así el candor de su piel que mis poros absorbieron y entonces;
mis brazos temblaron con sentimiento de abrazarla. Sus pupilas se habían clavado
en mí y, desde el patíbulo de mis ojos se conjugaba una mirada embelesada de
ambos. No pregunté su nombre ni ella el mío, solo sabíamos, por instinto, que
éramos el uno para el otro…
Autor: Jorge Aimar Francese Hardaick
- Argentina - 14-03-2017
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